martes, 10 de diciembre de 2013

El dolor de los pecados

Después de muchos meses sin escribir...¡¡volvemos a estar aquí!!

Hoy en nuestra casa ha ocurrido algo que me ha hecho reflexionar bastante sobre el dolor de los pecados, ese que sentimos para que nuestra confesión sea válida...pero, ¿realmente sentimos un verdadero DOLOR? ¿Un dolor que duele de verdad? Pienso que no siempre es así, por lo menos en mi caso. Una vez más me había dejado llevar por la rutina y y el trajín del día a día, y, una vez más, Dios se ha valido de mis hijos para enseñarme algo importante para Él y para mi. 

A eso de las seis y media, cuando el bebé lloraba, el mediano se duchaba y el menos pequeño de los tres se quejaba porque tenía hambre, ha sonado el teléfono. Álvaro, que se ha alzado como telefonista oficial de la familia, ha contestado y me llama con su maaaaamiiiiiiii habitual: toma, tu padre, me dice. Me ha extrañado porque mi padre no es muy de llamar y menos a esas horas y menos al teléfono fijo. Cuando he contestado no he podido evitar sonreír porque no era mi padre, sino el sacerdote que viene a la isla de vez en cuando, para avisarnos de que viene al viernes para que estemos atentos al teléfono para quedar y así confesarnos mi marido  yo. 

Después de colgar el teléfono he pensado automáticamente en mi lista de tareas pendientes: revisar libreta personal desde la última confesión, anotar en una hoja todas las cuestiones a confesar para no olvidarme nada, el viernes a confesar y listo, y ahora a hacer la cena que si me retraso los tres se ponen muy pesados porque tienen sueño y comen fatal.

Después de que el bebé estuviera limpio, comido y acostado, el mediano en su cuarto ya en la cama, allí seguía Álvaro, mirando fijamente su empanada que no había querido la noche anterior y poniendo cara de asco. Y eso que al mediodía había tenido suerte y había comido lo mismo que los demás a condición de que nos prometiera a nosotros y a Jesús que por la noche se la comería sin rechistar. Y allí seguía el mirando la empanada de un lado y de otro, pasando media hora, una hora......hasta que se acabó la paciencia y lo mandamos a la cama diciéndole que las promesas hay que cumplirlas.

Al poco rato nos llama nuestro hijo mediano desde su cuarto: ¡¡¡¡¡maaaaamiiiiii, paaaaapiiiiiiii, Álvaro esta llorando porque no se ha comido la empanada!!!! Total, que mi marido y yo subimos a ver cuál era el problema y nos lo encontramos llorando a lágrima viva. Después de intentar consolarle un poco y quitarle importancia a la dichosa empanada, el nos mira con los ojos rojos y llenos de lagrimones y nos dice entre hipos: estoy muy triste porque se lo prometí a Jesús y ha sido mentira. 

Su padre se ha puesto con él a explicarle que no se preocupara, que Jesús lo quiere y le perdonará si se lo pide y se han puesto a rezar juntos. Yo casi me pongo a llorar también, por él y por mi. Por él, por la sensibilidad de un niño de seis años que REALMENTE le duele y le entristece haberle fallado a Jesús en algo tan poco importante como terminarse la cena o no, y por mi, porque por un momento había caído en la apatía de creer que confesarse es como poner una lavadora: entras con manchas y sales sin ellas, así, porque sí . Y no, si realmente no sentimos verdadero dolor de los pecados, no como algo rutinario y que se da por supuesto, sino de verdad,¿ es realmente sincero nuestro arrepentimiento? Yo he necesitado que mi hijo de seis años me abriera los ojos.


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